El divorcio de los padres es percibido por parte de los adolescentes como un acontecimiento importante y negativo, durante el que les sobreviene sensaciones de incertidumbre, dolor, confusión, etc., que tardan un tiempo en metabolizar; por otro lado, jóvenes más vulnerables emocionalmente y sin ayuda por parte de sus propios padres, percibirán este cambio de forma más dramática, incluso con consecuencias importantes en su vida adulta.

En un estudio longitudinal que Wallerstein, 1989, llevó a cabo con 60 familias divorciadas, estudiando a 131 niños de Marin County, California, dedujo que 10 años después del divorcio, la mitad de las mujeres y la tercera parte de los hombres estaban aun tan enfadados con sus antiguos esposos que su ira influía sobre la relación con sus hijos. Por otro lado, los hijos sentían que habían sido abandonados (especialmente por el padre), que se les había negado una seguridad básica en la que crecer y que perdieron su infancia sintiendo que se les pedía que asumieran responsabilidades por el bienestar de sus padres. La mitad de los niños entró en la edad adulta con un rendimiento por debajo de lo normal, infravalorándose a sí mismos. Después de 10 a 15 años de divorcio, mostraron altos niveles de abuso de alcohol, promiscuidad y delincuencia (Wallerstein y Blakeslee, 1989).

Sin embargo, el efecto del divorcio puede ser positivo si con ello finalizan las riñas y el mal ambiente en la familia. Se puede afirmar que el efecto del divorcio en conjunto depende de las condiciones del mismo y de los sucesos que ocurran antes y después. Cuando los padres se divorcian, los hijos se deben adaptar a la nueva situación y son los padres los encargados de favorecer esta adaptación, predominando el amor hacia sus hijos más que el rencor y resentimiento hacia la pareja.